La vieja amurallada, la esquina impar sin verbos fuertes, entre el cuaderno y la bota
yel viento mosquitero, con la cruz frente a su pecho, allí, figurada al desliz de un cabildo inerte, yace el codo inmóvil de una sucesión envilecida.
La sierpe concéntrica le otorga miedos, caídas, abrazos temblorosos, adioses y retornos, y su numeración vesánica, los besos cavernarios del infierno.
"Seis-nueve-seis", dibujábase en las frentes de los hombres; "Seis-nueve-seis", en las mujeres. Los niños, la calle entera, la ciudad y sus tropiezos veían con asombro diluviano la inenarrable víspera de sus paredes. El centro, la muralla endeble de sus días; los años, el terrible ocaso que no parte ni ahora ni antes del adiós, ni después de los retornos.
El deseo máximo de la transformación aún es utopía. Un mito esperanzado en el acero verbal de las mañanas, una verdad que curte azotes por la célula infraterna de sus bocas.
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